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"A través de la escritura me relaciono con todo." Marcela Ramírez





martes, 10 de abril de 2012

mi vida en 30 capítulos | rodolfo aicardi


Capítulo 20

Los amigos, las latitas, la C.I.D.

Al día siguiente, un hermoso día de sol, bien de invierno, me despertó una ráfaga de aire helado que me congelaba.
Me levanto.
El aire venía de la única ventana al exterior que daba a la calle del túnel (creo que es Rivadavia). Todas las mañanas, lloviera o tronara, Pelusa (un tipo de unos cuarenta años) entraba intempestivamente a la habitación gritando: “Esto no es un hotel” y abría esa ventana de par en par.
Ya con la luz diurna, pude ver con más detalles lo que me rodeaba.
La pieza tenía, en algunas partes, pintadas con aerosol: el escudo de boca y algunas leyendas que ya no recuerdo qué decían. Miro mi cama. La sábana era de color gris por la mugre que tenía, estaba partida al medio y la frazada era más corta que el largo de la cama y era finita como un papel. A ambos lados de mi cama, dos más, solamente los elásticos. De frente, una a la derecha y otra a la izquierda, las camas de don Francisco, el del olor a orín y la de José, el morocho crinado y bigotudo. En total eran seis camas.
El piso era de cemento. Al salir de la pieza, había un piletón donde se lavaba desde la cara (el que se la lavaba) hasta los culos cagados de los bebés, la ropa y las ollas y cubiertos del almuerzo.
Al frente estaba la pieza de las mujeres. En esta pequeña comunidad, mujeres y hombres estaban separados.
Al lado de la pieza, para el fondo, vivía un matrimonio. Eran muy jóvenes. Tenían dos hermosos mellicitos y a Malena, una nena de unos ocho años.
La pareja se llevaba para el culo, peleaban todo el día.
Hacia el lado opuesto, vivían Mami y Ricardo que escuchaban la radio todo el santo día hasta la madrugada. Juntaban botellas, papel de diario y cartones.
Los de la pareja joven, los que se peleaban todo el día, se llamaban Graciela y Alberto. Estos eran mis vecinos.
En la parte de mujeres, sobresalía Claudia y su hijo Bruno, un genio de unos ocho años, como Malena.
Malena y Bruno tendrían, al pasar el tiempo, un papel destacado en mi estadía en el crotario.
Todas las mañanas, Rubén manguereaba obsesivamente la calle.
A veces entraba con la manguera, con un chorro de agua fuertísimo y mojaba todo: piso, paredes, techo y hasta algunas camas. A mí me respetaba bastante, nunca mojó la mía.
El viejo Francisco, lleno de mugre de los pies a la cabeza y siempre largando ese clásico olor a orín, salía todas las mañanas con los restos de lo que había sido un bolso. Nadie sabía a dónde iba.
Mi otro compañero de pieza, José, dormía hasta la una o dos de la tarde. Al levantarse, se mojaba el renegrido cabello y comenzaba a tomar mates sin parar. Fumaba Imparciales, unos tras otro (los compraba, tirando la manga por las calles).
Al pasar el tiempo, nos hicimos amigos. Aunque era hombre de pocas palabras, algunas conversaciones tuvimos.
Por ahí me convidaba un Imparcial pero nunca mate.
Era flaquísimo, José, piel y huesos. Nunca lo vi comer. Siempre mate y mate. Sufría de convulsiones.
Ya afuera, en el andén de la estación, hacia la izquierda, dos casillas de madera y chapa. En una vivía un muchacho chaqueño y un flaco rubio de pelo largo y barba también de unos cuarenta años, como Pelusa.
Pasando estas casillas, había otro galpón que albergaba a los viejos solamente. Ahí el capo era Pelusa.
Para comer al mediodía, única vez que se comía, se iba a una verdulería de calle Salta casi esquina Ricchieri, pleno Pichincha, y se traía todos los restos de verduras que no servían para la venta: tomates muy maduros o directamente podridos, lechuga quemada, papas con brotes, etc. Nunca se comía carne, sólo algunas frutas. Con esas porquerías, se hacía una sopa en un recipiente enorme, negro de tanto hollín.
El fuego se preparaba con maderas que se hallaba en los aledaños.
Un día, Rubén desapareció como responsable de la parte del crotario donde me encontraba. Aparentemente por una desinteligencia con el padre Santidrián que era el responsable del lugar. Ascendió como responsable un hombre bonachón, muy gordo que sufría del corazón y tenía tres cuartas partes de los pulmones tapados por la nicotina producto de tanto fumar. Por entonces ya no fumaba más. Su nombre era Luis. Todo lo que sé de su salud lo supe por él mismo.
Las manguereadas matinales, la apertura violenta de la ventana de mi pieza y los gritos autoritarios, con la ida de Rubén, habían finalizado.
Dicha ventana la abríamos, José o yo, cuando creíamos conveniente.
Luis se la pasaba en la cama de su habitación (donde también dormía Tata).
Al poco tiempo, depositó en mí una confianza que antes no tenía con el loco de Rubén. Es por eso que me encargó las provisiones de verduras para la asquerosa sopa. Esto lo hacía yo todas las mañanas bien tempranito. Iba con un carrito. Un día, por Ricchieri, frente al único telo que quedaba de la antigua Pichincha, encontré un taper de plástico con tapa y todo. Lo lavé bien con jabón y fue mi recipiente personal para engullir un desayuno estilo americano: uvas, manzana, ciruela, durazno y banana. Todo esto, cortadito en rodajitas y mezclado con azúcar.
De tanto ir a la verdulería de Marcelo, además de llevarme los desechos de las verduras, empecé a ayudar sacando y acomodando los cajones en la vereda, barriendo y armando en bolsitas de polietileno paquetitos de un kilo de papas. Para esto usaba la balanza que había en el lugar.
Allí me hice muy amigo de Claudio y Darío, los empleados de Marcelo. Me dejaban llevar las frutas para mi desayuno. Muy buenos estos pibes.
Otros buenos amigos eran Cata y Roberto, que habitaban la otra casilla de madera y chapa al lado del chaqueño y del rubio de pelo largo y barba.
Roberto se hacía sus monedas cuidando autos cerca del hospital Güemes.
Cata, analfabeto, por su parte los pesitos los ganaba haciendo la limpieza en una imprenta.
Por la mañana, no estaban ninguno de los dos. Regresaban recién a mediodía para almorzar, no iban con el resto a tomar la sopa. La amistad fue tan estrecha con ellos que dejé de almorzar con el resto y lo hacía con ellos. Comíamos puchero, algún asadito, fideos con salsa, etc. También eso fue una bendición.
Comencé a pensar, en parte para retribuirles en algo tanta atención y también para tener un rebusque como hacían todos, en hacer algo para ganarme unos mangos.
Observaba que Claudia, la madre de Bruno, salía a la tardecita con un changuito y volvía a la noche con el mismo repleto de latitas de gaseosa o cerveza. Una mañana le pregunté cómo tenía que hacer para juntar esas latitas y cuánto se pagaban. “Mirá, Rodolfo –fue su respuesta-, tenés que revolver la basura o las bolsas de los residuos domiciliarios y ahí siempre encontrás algo de latitas; un señor te paga setenta centavos el kilo”. “Viene aquí una vez por mes y se lleva las bolsas de latitas además de diarios y botellas vacías", agregó.
Las latitas había que aplastarlas con el pie hasta achatarlas, de esta forma, entraban más por bolsa.
Lo que se vendía, en definitiva, era el aluminio.
Cuando comencé con este trabajito, me tracé un circuito para juntar más latitas: la terminal de ómnibus, toda calle Córdoba incluyendo la intersección de peatonales a la altura del Banco Nación.
Solamente por curiosidad, un día pesé una latita en la balanza electrónica del súper de Pueyrredón 747: pesan doce gramos.
Las bolsas me las conseguía en la verdulería donde trabajaba. Eran bolsas de diez kilos de papas o cebollas. Me las regalaban Claudio y Darío.
Una vez, batí el record de recolección: en dos días, junté siete bolsas de latitas. Me dieron siete pesos. Me los gasté comprando yogur en saché. El pie derecho me dolía de tanto aplastar latitas contra el suelo. Eso sí, nunca revolví basura, iba con una bolsa de Chemea y sacaba las latitas que estaban en la superficie de los tachos.
Pero lejos de ser un croto vagando por las calles pidiendo limosna como me imaginaba que terminaría estaba bajo techo, con amigos y rebuscándomelas con las latitas.
Ahí aprendí que hay que pensar siempre en positivo y además tener mucha fe en Dios.
La proximidad del verano invitaba a tomar más gaseosas y más cerveza en lata.
Empecé a pensar en grande: montar una pequeña empresita autogestionada. Me había enterado de que un tal Gabriel que vivía en Güemes casi Ricchieri, confeccionaba las direcciones de las casas o edificios en aluminio. Inmediatamente lo fui a ver. Era grandote, algo panzón, rubión y vivía en una casa bastante vieja. Casado, con tres hijos: dos nenas y un varón.
Tenía un Renault 11 breack.
Toqué timbre, salió la esposa. Pregunté por él y me hizo ingresar a la casa.
Le expliqué a Gabriel mi proyecto: yo le proveería la materia rima y me encargaría de la venta del producto final. Aceptó. Los números iban pegados en una tejuela de cerámica que él pintaba con esmalte sintético negro. Quedaba una hermosura el plateado del aluminio pulido sobre el negro de la tejuela pintada. Ahora me tengo que hacer una tarjeta personal, como para dar más seriedad al negocio, pensé.
Se cobraba diez pesos una vez colocada la placa en la casa del cliente. Cinco pesos eran para Gabriel y cinco pesos para mí.
Si comparamos que por siete bolsas de latitas aplastadas ganaba siete pesos y ahora con una venta ganaba cinco, es evidente que había pegado un salto importante.
Al crotario había llegado un muchacho marplatense que, por problemas con la hermana se había venido a Rosario.
Le ofrecí participar del negocio.
Era serio, de unos veinticinco años, rapado y, lo que más me importaba, tenía secundario completo. Manejábamos los mismos códigos. La tarjeta personal la hice imprimir en La Manija que quedaba por calle Santa Fe.
¿Qué nombre le pondría al proyecto?
¡Zas! Se me ocurrió “C.I.D.” (confección de identidad domiciliaria). Tenía gancho.
Iba mi nombre al que le había antepuesto el Lic. por mi calidad de licenciado (y lo soy, no era verso).
Más abajo decía departamento de ventas y cerraba en la parte inferior con un teléfono y una dirección. Eran los datos que me había ofrecido Alicia Fernigrini, una ex compañera de SOMISA. Además, éramos muy amigos. Quedamos en que ella me tomaría los pedidos (grabados en su contestador automático) y yo pasaría todos los días por su lugar de trabajo para retirarlos.
Hice un croquis en un papel dibujando manzana por manzana el área comprendida por calle Corrientes al este, Pellegrini al sur; Rivadavia al norte y Ovidio Lagos al oeste.
El trabajo de Gabriel “el marplatense” consistiría en observar manzana por manzana aquellas casas o edificios que no tuvieran numeración o que la misma estuviera deteriorada o pintada desprolijamente en la pared.
Comencé solo.
En veinte días, hice ciento ochenta pesos. Había puesto mi Seiko en alarma a las veinte horas; ahí paraba de trabajar. Empezaba a las ocho de la mañana con unos mates amargos como desayuno que me cebaba Tata.
Con lo recaudado, pagué las tarjetas personales.
Cuando sonaba el Seiko y habiendo vendido, por lo menos, unos veinte pesos, me iba al Garden Food del Palace Garden donde comía un cuarto de pollo a la parrilla, una Brahma en lata de tres cuartos, un postre y un café. Todo me salía nueve pesos con cincuenta, pero pasó algo inesperado para mí. Gabriel (el que fabricaba y colocaba las placas) había comenzado a fallar en la entrega y en la colocación: números torcidos, pintura chorreada, etc.
Fui a la casa y le dije “Gabriel, al cliente hay que cuidarlo. Por favor, mejorá la calidad y entregá en el tiempo que yo te diga”. No hizo caso. No obstante lo floreciente de la empresa, fui nuevamente a la casa y le dije que renunciaba.
Me fui.
En la planilla donde anotaba el nombre del cliente, su domicilio y los pagos realizados, puse con letras grandes: “A otra cosa mariposa”.


2 comentarios:

  1. qué bueno, Rodolfo,
    de a poco voy a ir leyendo otros capítulos.
    Un abrazo!

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  2. Que lindo libro de tu historia Rodolfo, me encantaría poder comprarlo, espero alguien me indique cómo conseguirlo.
    Te mando un fuerte abrazo

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