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"A través de la escritura me relaciono con todo." Marcela Ramírez





jueves, 30 de diciembre de 2010

utopía records | marcelo raineri


GUAU! convocó a Marcelo Raineri para sumar una columna de música a la publicación. En esta primera entrega, nos cuenta sobre sus primeras incursiones en el mundo de los discos...
Que lo disfruten! 



Era el año 1981, tenía 17 años de edad y sentía que tenía las suficientes horas de vuelo como para entrar a Utopía. Para entrar por primera ver a una disquería era bastante grande pero tenía el temor de que alguien se me acercara para preguntarme si buscaba algo en particular y no saber qué responderle. Un temor irracional.
En Utopía solía haber un empleado que pasaba la mayor parte del tiempo recostado en el marco de la puerta con un cigarrillo en la mano y, como para mí, Utopía tenía un estatuto de élite, un lugar sólo para iniciados, ese temor sin sentido acá tenía cierto fundamento. Para franquear la entrada tendría que saludar, pedir permiso, lo cual delataría que no pertenecía al grupo de los iniciados.
Era frecuente que saliera con poca plata en el bolsillo, lo suficiente para comer unos carlitos en el Junior, tomar unos licuados de banana, no más que eso. 
La oportunidad de la puerta libre en Utopía se presentó de improviso, y la aproveché… Me la pasé preguntando precios de discos de Soft Machine, Shakti, con la intención de que supieran que no era un visitante ocasional y me dijeran “chau” como un “nos volveremos a ver (muy seguido)”.
Recuerdo que en la pseudovidriera había un disco de Blondie, el primero o el segundo, no estoy seguro.
Al principio noté que era tal la cantidad de discos, que había que buscar en las bateas como si fuera un fichero, lo cual complicaba la tarea pero la volvía más interesante. Había que tener muchas ganas de encontrar para buscar en esas condiciones. Ese hecho hacía que uno sintiera que podía toparse con algún tesoro musical oculto o al que nadie había visto por no tener suficiente paciencia.
Recuerdo las yemas de los dedos sucias de tanto pasar discos y el olor de los plásticos que recubrían lo álbumes importados.
El primer disco que compré ahí fue uno de Larry Coryell con John Mclaulghin, “Spaces” era el título. Era un disco un poco raro, ortodoxo pero por momentos se volvía un poco violento. No era un disco de guitarristas más cool como Wes Montgomery o Jim Hall sino que eran guitarras aunque no rockeras, más duras, una manera de ejecutar diferente a la que uno esperaría en un disco de jazz. Los solos de guitarra eran bastante largos y crispados. No había esa sensación de mar que tiene el jazz, de avance y repliegue, de revoltijo y retorno a la calma. Lo compré porque me gustó la tapa. Tenía unos dibujos en tonos fucsias, violetas… y en la contratapa había una crítica tremendamente elogiosa. Además estaba el hecho de que ese disco era importado y ya por ese entonces tenía un fetichismo por ellos. No cualquiera compraba discos importados, era estar en la cresta de la ola. Desde aquel momento encaraba directamente las bateas de discos importados desdeñando las de discos nacionales. De todos modos, una vez comprado el disco, echaba una ojeada a la batea de nacionales. En una oportunidad encontré uno de John Mclaulghin pero esta vez con Santana. En la tapa se los veía a los dos abrazados por un negro gigante, una suerte de gurú con un tercer ojo en el entrecejo. Pero ya no tenía plata para comprar otro disco, lo cual hizo que saliera de la disquería con un sabor agridulce.
Otro hecho que pesaba en la elección de la compra era el precio. Por ahí había discos muy interesantes pero cuyo precio era demasiado alto. Fue el caso de uno de L Shankar producido por Frank Zappa. En la tapa aparecía la imagen de un baúl abierto en cuyo interior se veía un violín como acunado sobre monedas de oro y una mano que se extendía, ambiciosa. Otro disco que no pude comprar por su precio fue uno de Van der Graaf Generator, “Vital”, un doble de tapa negra con unos muñequitos que representaban a los músicos. Estaba grabado en vivo en el club Marquee de Londres.
Por la inflación, los precios de los discos bajaban y en muchas oportunidades uno se enfrentaba a la disyuntiva de comprar el disco a un precio alto o esperar que su precio bajara a riesgo de que lo comprara otro. Tanto con el de Van der Graaf como con otro de Eno junto a Fripp y un tercero de Hatfield and the North, la estrategia falló porque decidí esperar y se vendieron en veinte días.
Desde el mes de diciembre del ’82, apareció un disco de Shatki que costaba $25. Como era muy caro, una vez más adopté la estrategia de esperar a que el precio bajara y llegué a la segunda mitad de febrero y el disco aún estaba. Para entonces yo ya tenía la plata y el precio era incluso inferior al de una edición nacional. Sintiéndome completamente seguro de ser dueño del disco que seguía en la batea me dispuse con aire cansino y despreocupado a ojear las otras bateas porque en la de importados no había demasiado movimiento. En ese momento entran tres chabones, uno de los cuales era grandote y hablaba inglés. Tenía la camisa manchada, no sé dónde se habría apoyado. Había bastante gente en la disquería eran sólo otros tres. Pero yo desde que entraron no pude quitarles los ojos de encima. En ese momento, el tipo grandote va directamente a la batea de importados y tal como hacía yo pasaba rápidamente los discos “no me gusta, no me gusta, no me gusta…” hasta que se detuvo en uno que yo no podía ver pero algo me decía que era “mi” disco, cosa que comprobé unos segundos después cuando lo levantó. “Ese es mi disco” pensaba yo. Pero este tipo fue, lo pagó y ya no era mi disco. Recuerdo que llevaba una bolsa en la espalda donde había puesto el disco. Lo seguí durante cuadras, la bolsa era transparente, podía ver la bolsita de Utopía dentro. Como yo hablaba algo de inglés el impulso fue seguirlo y hablarle, explicarle que estaba esperando ese disco desde hacía meses, pero no pude. Lo seguí hasta Pellegrini y ahí lo abandoné. Seguí caminando solo, terminé por Pichincha, llorando como si alguien muy querido hubiera muerto.






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