.

"A través de la escritura me relaciono con todo." Marcela Ramírez





viernes, 22 de octubre de 2010

contertulios | eduardo víctor zapata


El caminante


Parte I

Algo lo despertó en la noche. El caminante miró a su alrededor pero nada vio. Esto hizo que perdiera el sueño, quedó pensativo y así repasó los días de marcha en agotador esfuerzo. A veces la marcha sin consuelo dado por el sofocante calor o por las lluvias que de pronto nomás se precipitaban haciendo más difícil la marcha. En total, calculó unos ciento ochenta kilómetros en cuatro días de recorrido. Recordó que en la ruta es difícil comer porque no siempre la gente da. Además, el temor a la inseguridad sorpresiva también lo aquejaba como aqueja a los demás y no había que dudar en el juicio propio y en el de los demás, porque en tiempos difíciles esto degenera en inseguridad interior dada por el miedo. Recordó también el dolor intenso de las piernas y de los pies ampollados generados por la marcha forzada al límite de sus fuerzas; agravado por el pasto del costado de la ruta que estaba cortado a máquina, sí, pero que, desde la superficie del suelo propiamente a la cresta de los pastos había unos dieciocho centímetros. Pero necesitaba avanzar y eso hacía y en ocasiones no aceptaba que lo acercara ningún vehículo; era un modo de evitar sorpresas. Al punto, volvió a la realidad del momento y miró el cielo. Estaba nublado. Amenazaba la lluvia. Soplaba en esos momentos un viento cálido del norte como confirmando la expresión del cielo. La ruta estaba semidesierta y se valió de las luces altas de los autos para ver la hora: era las cuatro de la mañana. Entonces, el caminante decidió buscar un refugio para evitar la lluvia. Debía obrar con prontitud. Echó a caminar a paso rápido. Pasó por el Arroyo del Medio. Así, entró a la provincia de Santa Fe. Como había descansado bastante, tenía fuerzas y buen humor para avanzar hacia su destino: “la gran Rosario”, cincuenta y cinco kilómetros al norte.
Pero de momento su primer objetivo era encontrar el refugio que lo salvara de la lluvia pues era menester mantener la ropa seca y evitar enfriamientos súbitos. Caminó alrededor de cuatro horas. Observó que las nubes ya no mostraban amenaza de lluvia por lo menos inminentemente lo que disipó el apuro por encontrar el refugio propuesto. Entonces hizo otro alto en el camino y durmió otra hora. Luego, se levantó con ánimos de seguir. No tenía alimentos ni agua caliente para hacerse una infusión y tomar eso como desayuno. Además, si quería comer tendría que entrar a un pueblo y pedir allí lo necesario. Claro que eso era posible si él lo deseaba. Pero su intención de llegar a destino era lo primordial y urgente. A medida que avanzaba, ya en pleno día, el viento norte se fue haciendo más caliente y le pareció que su velocidad aumentaba lo cual hacía más difícil la marcha, siempre forzada y al límite de sus fuerzas y, como era normal, comenzaba a ser más dolorosa, todo esto agravado por el calor sofocante.
Siendo las diez, aproximadamente, tal era su situación interior que comenzó a pensar qué convenía más, si seguir caminando con el calor sin tregua que soportar o entrar al pueblo más cercano en procura de alimentos. La elección recayó en lo segundo.
Cuando llegó a la calle o rutita que conducía al pueblo (un kilómetro aproximadamente), se desvió de la ruta y avanzó hacia el pueblo. Atrás quedaba el apuro por llegar a destino. La decisión del caminante fue correcta pero él lo sentía un poco. Cuando había llegado a la cuarta parte de la rutita, paró un auto que se ofreció a llevarlo al pueblo. El caminante aceptó. Estaban cerca. El conductor sólo llegó a preguntar si tenía parientes en el pueblo; el caminante dijo “No, no tengo parientes allí”. Sólo iba en procura de alimentos para desayunar. El hombre le dijo, entonces, que era un caminante. “Exacto”, respondió el muchacho y llegaron al pueblo.
El automovilista, antes de que bajara, le alcanzó cinco pesos (era mucha plata entonces) y agregó: “por si no tenés éxito”, dijo; el caminante agarró el dinero y balbució un “muchas gracias” y se despidieron pero de apuro nomás. El chofer retomó el diálogo y dijo: “si el trámite en el pueblo es rápido, lo puedo alcanzar a la ruta, el mío me llevará cuarenta y cinco minutos, una hora a lo sumo”. El muchacho respondió: “Alcánceme a la ruta y se lo agradeceré”. Y así acordaron.
El caminante comenzó a pedir y pensó: “si es éxito, me ahorraré el dinero que me dio el hombre.” En las primeras casas no le dieron ni un pedazo de pan pero el éxito no se hizo esperar. Una señora le dijo que le daría y le preguntó si se conformaba con fiambre o, si no, tendría que esperar que hiciera el almuerzo. El caminante respondió que se conformaba con el fiambre. La mujer, entonces, le dio un poco de queso, un salamín y pan. El muchacho agradeció tímidamente y se despidió. Se fue, pues, entonces a la rutita. Eran las 10:45 y decidió esperar el auto mientras meditaba la suerte que en esa hora tenía. Quizás alguna vez podría establecerse por esa zona pues le parecía que los lugareños eran gente buena y, al punto nomás, llegó el auto. Luego del saludo de rigor, el hombre le preguntó hacia dónde iba, si hacia el norte o hacia el sur”. El joven respondió: “Hacia el norte, voy hasta Rosario”. “Qué pena”, dijo el hombre, yo hoy voy varios kilómetros al sur” y llegaron a la ruta. El joven se bajó del auto y le dio la mano. El hombre le dijo: “He ido muchas veces a Rosario pero hoy no tomo esa dirección” y arrancó.
El caminante se hizo a la ruta. Miró la hora, casi las once. Salió de la ruta y se sentó a la sombra de unos árboles. El calor seguía sofocante y el viento, caliente. Viento norte y fuerte. Se acomodó como pudo y comenzó a desayunar. El queso y el salamín eran buenísimos pero el pan era excelente como lo era en otros tiempos cuando lo fabricaban los gringos. Mientras comía, sacó de la bolsa una botella de agua para acompañar la comida. Miró el horizonte. Había nubarrones, lo que le hizo pensar que en breve se vendría la tormenta y siguió saboreando su desayuno. Cuando hubo terminado, juntó sus cosas y como no tenía intenciones de quedarse allí a descansar, cargó en su hombro la bolsa y echó a caminar. Cuando había marchado una hora, miró hacia atrás y vio que prontito nomás se largaría. El viento norte que le impedía avanzar cesó y comenzó a soplar un viento fuerte del sur, frío que lo empujaba hacia delante mientras gotas gruesas caían sin que la lluvia fuera intensa.
Caminó más de una hora. Las gotas seguían pero el viento se había detenido. Vio una casa con un galpón y pensó en pedir comida para almorzar. Con un poco de suerte, el casero lo invitaría a guarecerse en el galpón para pasar la tormenta. Marchó hacia la casa y pidió comida. El dueño le indicó que esperase un momento. Al rato, reapareció con una fuente de plástico llena de tallarines y le dijo que a medio kilómetro de allí, a la vera de la ruta, había una casa abandonada. Allí podría refugiarse. El caminante susurró su agradecimiento y partió.
Las gotas gruesas seguían cayendo pero hubo una sorpresa, un puente que pasaba sobre el Arroyo Pavón. Miró hacia abajo y vio que el arroyo cubría sólo la mitad del espacio que cubría el puente. En la otra mitad había solamente tierra seca y se tiró terraplén abajo y como si alguien hubiera detenido la lluvia hasta ese instante, en el mismo, la soltó y cuando el caminante llegó a la tierra seca, la lluvia comenzó a caer con intensidad. Sacó de la bolsa la comida y comprobó que ya se había enfriado e ir por leña para calentarla sería imposible porque estaba mojado. De manera que se sentó a comerla fría nomás. Cuando hubo terminado, hizo una placentera sobremesa. Luego, tendió su frazadita y se acostó. Con una mitad de la manta hizo el colchón y con la otra mitad se cubrió porque ya no hacía calor y, al punto nomás, se durmió.
Cuando despertó, notó el alivio en las piernas. La lluvia se había detenido. Se levantó y observó que del otro lado del arroyo había dos hombres pescando. Sus ropas eran muy vistosas. Observó también que había leña fina y seca. Juntó un poco, lo necesario para calentar el agua y hacerse un tecito de menta. Luego reunió sus pertenencias porque su estadía allí había terminado.

foto: estefanía laviano

No hay comentarios:

Publicar un comentario